En las últimas semanas, una oleada de videos virales desde China ha inundado las redes sociales. En ellos, fabricantes asiáticos muestran bolsos que —según afirman— son idénticos a los de las marcas de lujo más reconocidas del mundo. “Esto cuesta $1,000 y tú lo pagas en $10,000”, dicen con una sonrisa. Y el mensaje no es sutil: deja de pagar por etiquetas, compra directo de fábrica.
La reacción fue inmediata. Para algunos, una oportunidad reveladora. Para otros, una traición emocional. Se desató una indignación masiva: “Nos han estafado”, decían algunos comentarios. “El lujo es solo un mito y el que lo paga por una etiqueta es un tonto”, afirmaban otros.
Pero, como suele ocurrir con los fenómenos virales, lo que parece simple esconde capas de complejidad. Y este caso es una excusa perfecta para analizar un sesgo mental poderoso que influye en nuestra percepción del valor: la heurística del esfuerzo.
La trampa del esfuerzo percibido
La heurística del esfuerzo es un atajo mental que usamos, muchas veces sin notarlo: cuanto más esfuerzo creemos que tomó hacer algo, más lo valoramos. Este sesgo cognitivo no solo afecta cómo evaluamos objetos, sino también cómo percibimos ideas, personas y hasta relaciones.
Su origen es evolutivo. En entornos inciertos, nuestros antepasados aprendieron que el esfuerzo solía estar ligado a resultados más seguros o valiosos: un refugio bien construido, una presa difícil de cazar, un aliado que demostraba compromiso. Con el tiempo, el esfuerzo se convirtió en una señal de calidad y confiabilidad, profundamente grabada en nuestra forma de pensar.
Este patrón fue confirmado en una serie de estudios clásicos conducidos por Justin Kruger y sus colegas. En ellos, los participantes evaluaban poemas, pinturas y piezas de armadura medieval. La única diferencia era el tiempo que supuestamente había tomado producir cada objeto. Los resultados fueron consistentes: cuanto mayor era el esfuerzo percibido, mayor era la valoración, incluso si los objetos eran visual y objetivamente idénticos .
Desde la neurociencia, este sesgo se asocia con la actividad del sistema de recompensa, especialmente con la liberación de dopamina. Estudios han demostrado que el cerebro no solo valora los resultados, sino también el esfuerzo invertido en alcanzarlos. Este fenómeno —conocido como esfuerzo-recompensa o effort discounting— implica que cuanto más costoso es conseguir algo, más valor subjetivo le atribuimos, siempre que exista una narrativa de mérito o dificultad superada.
Esto explica por qué apreciamos más una obra de arte “hecha a mano durante 100 horas” que una generada en segundos, o por qué valoramos más a quien memorizó un discurso que a quien lo improvisa con la misma brillantez. No premiamos solo el resultado: premiamos el recorrido.
El lujo y el relato del esfuerzo
La industria del lujo ha sabido jugar —y muy bien— con esta heurística. Durante años, nos han contado historias de piezas que toman cientos de horas, manos expertas, procesos meticulosos… todo para justificar precios elevados. Y lo cierto es que esa narrativa ha funcionado, porque nuestro cerebro está programado para valorarla.
Pero los videos virales desde China le disparan directo al corazón a esa historia. Nos dicen: “Eso que creías exclusivo, lo hacemos igual… pero más barato.” Y lo hacen de una forma que desarma: eliminan todo el contexto. No hablan de tradición, ni de materiales, ni del control de calidad extremo. Reducen todo a una ecuación simple: mano de obra masiva + costo unitario.
Y eso es lo peligroso. Porque el ataque no es técnico, es simbólico. Derrumba la idea que teníamos del valor.
No intento defender a ciegas a las grandes casas de moda —algunas han cedido a la presión de escalar sacrificando autenticidad—, pero esta campaña simplifica brutalmente una realidad mucho más compleja: costos invisibles, cadenas de suministro, control creativo, gastos de mercadotecnia, distribución global, renta fija y sí, también diseño, experiencia y legado.
El problema es que todo eso es difícil de explicar. No se ve. No emociona. No viraliza. En cambio, el esfuerzo sí. El esfuerzo percibido se entiende, se siente, se valora. Está tatuado en nuestro sistema cognitivo.
Ahora bien, aunque este golpe es duro, el lujo no está tan desprotegido como parece. Porque además del relato del esfuerzo, el lujo tiene algo más: opera en una capa evolutiva más profunda, en la de las señales sociales. Desde esa perspectiva, consumir lujo es una forma de comunicar pertenencia, rareza, acceso. No es solo tener algo caro. Es decirle algo al mundo sin tener que decirlo.
Y ahí una réplica no compite. Puede imitar el objeto, pero no lo que representa. Porque lo que se compra no es la bolsa. Es el símbolo.
Por eso, aunque esta narrativa viral erosione parte del valor, las marcas de lujo siguen teniendo herramientas para defender lo suyo. Siempre y cuando recuerden que lo que venden no es solo un producto. Es una identidad.
El esfuerzo en la era de la IA
Este fenómeno no se limita al mundo del lujo. En los últimos meses he visto cómo muchas empresas —de todos los tamaños y sectores— han comenzado a promocionar que utilizan inteligencia artificial en sus procesos. Esto para diferenciarse, parecer más innovadoras, más eficientes, más “del futuro”.
Y sí, la democratización de la inteligencia artificial generativa está transformando la forma en que se trabaja, se produce contenido, imágenes, textos, videos, código… todo puede crearse en una fracción del tiempo que antes tomaba. Objetivamente, en muchos casos la calidad incluso ha mejorado. Pero aquí aparece la paradoja: cuando el esfuerzo humano disminuye, el valor percibido también empieza a diluirse.
Y vale la pena preguntarnos
¿Puedes seguir cobrando por diez horas si ahora lo haces en treinta minutos? ¿El cliente lo va a entender… o va a sentir que algo se perdió en el camino?
Este no es solo un dilema técnico. Es un dilema psicológico. Igual que los videos virales reducen el valor de una bolsa de diseñador al decir “es lo mismo, pero más barato”, el uso e integración de la inteligencia artificial en ciertos procesos, genera el riesgo de reducir el valor percibido de un servicio profesional cuando borra las señales tradicionales de esfuerzo.
Y el problema no es que los clientes sean injustos. Es que nuestro cerebro está diseñado para valorar el trabajo visible, no el invisible. Si el modelo de negocio se sostiene sobre horas trabajadas, entregables tangibles o esfuerzo percibido, la IA lo pone en jaque.
Entonces, ¿qué sigue?
El reto no está solo en adoptar la tecnología, sino en rediseñar cómo comunicamos el valor, las señales que usamos para inferir calidad deben evolucionar. Debemos ayudar a nuestros clientes a entender que el verdadero aporte no está en cuánto tardamos, sino en el impacto que generamos. Pero eso no se logra con promesas vagas ni con discursos técnicos. Se logra con resultados visibles, objetivos claros y una narrativa que haga tangible lo que antes era esfuerzo… y ahora es inteligencia aplicada.
Porque en los negocios, como en cualquier relación, si el valor que entregamos no se percibe —o no se alinea con lo que la otra parte espera—, la relación se desgasta. Y ese sentimiento de injusticia, aunque no esté sustentado en datos, puede terminar rompiendo el vínculo.
La IA generativa abre un mundo de eficiencia. Pero también nos obliga a repensar cómo definimos y comunicamos el valor en un mundo donde el esfuerzo ya no se ve.
Y si no entendemos eso, la tecnología no nos hará ver más innovadores. Nos hará ver… innecesarios.
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