La economía clásica describe la inflación como el aumento generalizado y sostenido de los precios de bienes y servicios durante un período de tiempo. Cuando el nivel general de precios sube, con cada unidad de moneda se adquieren menos bienes y servicios. Esto erosiona el poder adquisitivo de la moneda, afectando el costo de vida y la economía en general.
Aunque la inflación mide objetivamente la pérdida del poder adquisitivo, la economía del comportamiento nos brinda una perspectiva diferente a la inflación tradicional, centrada más en el valor percibido que en el valor real de las cosas. ¿Por qué nos debería interesar esto? Porque para calcular la inflación tradicionalmente utilizamos los precios como medida de referencia, pero diversos estudios de ciencias del comportamiento muestran que el precio es un indicador del valor de las cosas pero no necesariamente el que más impacta nuestras decisiones de consumo, por lo que debemos buscar otras perspectivas si queremos entender cómo cambia el bienestar de la sociedad y el valor percibido de los productos.
La «inflación del estilo de vida» es un término acuñado para describir cómo las personas adaptan su estilo de vida a su salario: a medida que los salarios aumentan, el estilo de vida se ajusta con ellos. Este concepto pone en el centro al individuo y no a las políticas monetarias, y nos plantea un dilema: sin importar cuánto ganemos, siempre gastaremos más para mantenernos en un estatus “normal” respecto a nuestro ingreso. ¿Es esto completamente irracional, o qué mecanismos de nuestro cerebro nos impulsan a ajustar nuestro gasto a la inflación del estilo de vida?
Para entender las causas de la «inflación del estilo de vida», debemos comprender qué es la adaptación hedónica. Este concepto psicológico nos advierte que la felicidad eterna es un mito y que nuestra realidad emocional es una montaña rusa constante.
Conocido en inglés como «hedonic treadmill», este fenómeno describe cómo, tras un gran evento, ya sea positivo o negativo, nuestro cerebro nos regresa a un nivel base de felicidad. Curiosamente, este fenómeno se aplica tanto a las alegrías como a las tristezas de la vida. Mantenernos en un estado de búsqueda constante es una respuesta evolutiva del cerebro. En tiempos antiguos, no nos podíamos dar el lujo de la complacencia y la tranquilidad, ya que, después de conseguir algo (como comida o refugio), debía empezar la búsqueda del siguiente objetivo.
Este comportamiento ha sido investigado por diversos científicos y, gracias a la neurociencia, hemos aprendido que nuestro cerebro no solo genera dopamina cuando alcanzamos una meta o recibimos una recompensa; de hecho, genera picos de dopamina cuando anticipamos la recompensa que obtendremos y, si la conseguimos, generará una dosis mayor. En pocas palabras, el cerebro genera dopamina tanto por el proceso de búsqueda como por la meta alcanzada.
Por esta razón, podemos entender la «inflación del estilo de vida» como una respuesta normal o un regreso a la media. Mientras que un aumento de salario nos puede hacer sentir bien en el momento, esa felicidad química y, de manera figurada, no es sostenible y nos llevará a buscar más.
Si queremos entender las bases evolutivas de la “inflación del estilo de vida” en su aspecto social o utilitario, debemos comprender qué es el consumo conspicuo. Este término se refiere a la práctica de adquirir bienes o servicios de lujo para mostrar riqueza y estatus social. En este caso, no se trata tanto de la utilidad del producto, sino del prestigio asociado a poseerlo, o al menos del prestigio que se cree obtener.
Desde el principio de las sociedades humanas, ha existido la jerarquía social y el consumo conspicuo ha sido una forma que hemos encontrado como especie para señalizar a los demás en qué parte de la jerarquía social nos encontramos. Por eso, como especie, nos importa tanto lo que los otros están haciendo y nos aseguramos de enviar señales a quienes no nos conocen, sobre nuestra pertenencia a un estatus social.
Sin embargo, esto no se hace solo para aparentar hacia el exterior; nuestro cerebro está configurado para buscar coaliciones y afiliación a ciertos grupos. Pertenecer a un grupo ofrece muchas ventajas y, por otro lado, el sentimiento de aislamiento o el miedo al rechazo grupal genera literalmente dolor a nivel neurológico. Dentro de los grupos a los que pertenecemos, hemos desarrollado mecanismos para identificar a quienes no son recíprocos con el grupo o adoptan actitudes tramposas engañando a otros respecto a la lealtad al grupo.
Para demostrar nuestra lealtad y afiliación nos involucramos en una acción conocida como “Costly Signaling”, que podríamos resumir como incurrir en un gasto para demostrar el compromiso hacia un grupo. Este tipo de señalización se puede observar en los tatuajes en la cara de ciertas pandillas, en la compra de prendas como cinturones, bolsos, zapatos o en la afiliación a ciertos clubes para practicar ciertos deportes.
Por lo tanto, nuestro cerebro está configurado para gastar más para demostrar a otros a qué grupo pertenecemos y a nuestro grupo que estamos comprometidos con pertenecer a este.
A primera vista, entender el concepto de «inflación del estilo de vida» y los mecanismos cerebrales que la ocasionan no parece aportar al análisis tradicional de la inflación respecto al poder adquisitivo. Sin embargo, esta perspectiva, que considera el comportamiento, nos permite comenzar a entender fenómenos como el sobre endeudamiento de los individuos, la percepción de desigualdad social, la popularidad de ciertas marcas de lujo, la escalada de precios en servicios y productos consumidos en ambientes sociales como restaurantes o clubes, el consumo de piratería y ropa de segunda mano, las preferencias por viajes y experiencias, o el aumento exponencial en el costo de viviendas en ciertas zonas. A nivel personal, nos hace reflexionar si estamos persiguiendo de manera inalcanzable un estatus o felicidad que es momentáneo, en lugar de preocuparnos por aquellas cosas que pueden proporcionarnos bienestar a largo plazo.
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