Cada inicio de año trae consigo una avalancha de consejos sobre cómo fijar metas y propósitos. Sin embargo, gran parte de este contenido, aunque bien intencionado, tiende a quedarse en la superficie, ofreciendo listas genéricas que ignoran la complejidad del comportamiento humano. En su mayoría, estos textos nos alientan a ser ambiciosos, soñar en grande y nunca rendirnos. Pero, ¿qué pasa cuando las metas que nos proponemos son tan inalcanzables que terminan destruyendo nuestra motivación y afectando nuestra capacidad para actuar?
Puede parecer extremo pensar que las metas que nos fijamos puedan tener un efecto negativo en nuestro comportamiento, o que, como señala el título del artículo, sea un tema de vida o muerte. Sin embargo, trabajando con un cliente en un proyecto médico, descubrí que las metas, cuando superan nuestras posibilidades reales, afectan directamente nuestra motivación, autoestima y bienestar.
Para entender este problema, imagina ser médico en una sala de cuidados paliativos, enfrentando cada día la realidad de pacientes con enfermedades terminales. En estos casos, las intervenciones médicas tradicionales pierden efectividad, y la posibilidad de «curar» deja de ser una meta viable. Este escenario, según investigaciones recientes, puede conducir a una serie de problemas emocionales y profesionales: desde la pérdida de motivación hasta un desgaste emocional profundo. En ausencia de metas alcanzables y retroalimentación positiva, el trabajo pierde sentido, y las recompensas psicológicas inherentes a la práctica médica, como salvar vidas o mejorar la salud de los pacientes, desaparecen casi por completo.
La literatura sugiere que la motivación humana está profundamente ligada a nuestra capacidad de recibir retroalimentación tangible y positiva en el proceso de alcanzar metas. En un estudio sobre los objetivos de cuidado en pacientes terminales, los médicos señalaron que, al carecer de metas claras y alcanzables, enfrentaban frustración y agotamiento emocional. Esta desconexión entre las expectativas iniciales (curar) y la realidad (acompañar al final de la vida) transformaba su trabajo en un proceso mecánico y emocionalmente agotador. Es decir, las metas inalcanzables (como la imposibilidad de curar a un paciente terminal) no solo generan frustración profesional, sino que también erosionan la empatía y el compromiso. En muchos casos, los médicos optan por delegar estos casos o incluso cesar su asistencia, aunque su intervención pudiera mejorar la calidad de vida en la etapa final del paciente.
Más allá del ámbito médico, este fenómeno es universal. Las metas inalcanzables pueden desencadenar lo que los psicólogos llaman «indefensión aprendida»: una sensación de impotencia que surge cuando los esfuerzos repetidos no producen resultados positivos. Este estado no solo disminuye la motivación, sino que también afecta la autoestima, el desempeño y la capacidad de afrontar nuevos desafíos.
Uno de los efectos más perniciosos de fijar metas inalcanzables es la erosión de la confianza en uno mismo y en el sistema que guía nuestros esfuerzos. Cuando las personas, ya sea en contextos laborales o personales, perciben que sus esfuerzos no generan resultados, tienden a retirarse emocional y físicamente. Esto se traduce en pérdida de productividad, conflictos internos y una desconexión con los valores fundamentales que originalmente motivaron sus acciones.
¿Qué pasa en nuestro cerebro para que suceda esto?
La reacción negativa que experimentamos al enfrentarnos a metas inalcanzables no es un accidente ni una debilidad personal; es el resultado de un diseño evolutivo que prioriza la eficiencia y la supervivencia. Nuestro cerebro está intrínsecamente programado para buscar metas alcanzables porque estas ofrecen retroalimentación positiva, activando circuitos neuronales asociados con la recompensa y la motivación.
Desde una perspectiva neurológica, alcanzar una meta activa el sistema de recompensa del cerebro, particularmente el núcleo accumbens y las vías dopaminérgicas. Estos sistemas no solo generan sensaciones placenteras, sino que también refuerzan el comportamiento que nos llevó al éxito, creando un ciclo positivo que fomenta la motivación para futuras acciones. Sin embargo, cuando percibimos una meta como inalcanzable, estos circuitos permanecen inactivos. En cambio, se activa una respuesta en regiones del cerebro asociadas con el estrés y la frustración. Este mecanismo, diseñado para manejar amenazas inmediatas, genera una respuesta fisiológica de «lucha o huida». Aunque útil en situaciones de corto plazo, esta respuesta prolongada puede derivar en agotamiento emocional y desmotivación crónica.
Desde el punto de vista de las ciencias del comportamiento, el cerebro opera como un «ahorrador de energía». Las metas inalcanzables, al no generar recompensas tangibles, son interpretadas como un uso ineficiente de recursos cognitivos y emocionales. Este principio explica por qué tendemos a abandonar esfuerzos que no muestran progreso: no es una falta de voluntad, sino una estrategia de supervivencia que nos redirige hacia objetivos más alcanzables y productivos.
Evolutivamente, nuestras metas siempre han estado ligadas a la supervivencia y la reproducción. En un entorno primitivo, el fracaso repetido frente a objetivos críticos, como encontrar alimento o pareja, podía significar la muerte o la incapacidad de transmitir genes. Por esta razón, desarrollamos un mecanismo adaptativo que nos impulsa a ajustar nuestras metas o cambiar de estrategia cuando el éxito parece imposible. Este proceso no solo nos protege del desgaste emocional, sino que también fomenta la flexibilidad y la capacidad de adaptación, esenciales para la supervivencia de nuestra especie.
Cómo podemos transmitir este conocimiento al ámbito empresarial
El caso de los médicos en cuidados paliativos nos deja una lección esencial: las metas inalcanzables no solo generan frustración individual, sino que también erosionan el compromiso, la motivación y la productividad a nivel organizacional. Este principio es directamente aplicable al entorno empresarial, donde fijar objetivos desproporcionados puede desencadenar una cascada de consecuencias negativas que afectan tanto a los equipos como a los resultados del negocio.
Cuando las empresas imponen objetivos como duplicar ingresos en un trimestre sin los recursos necesarios, los empleados enfrentan un ciclo de estrés, agotamiento y desconexión. Este fenómeno, conocido como burnout, no solo afecta la salud mental del personal, sino que también compromete la innovación y mina la confianza en el liderazgo. Metas irreales no inspiran ambición, generan frustración y desmotivación.
Las ciencias del comportamiento nos muestran que los equipos trabajan mejor cuando las metas son desafiantes pero alcanzables, y cuentan con recursos adecuados para lograrlas. Esto no significa renunciar a la ambición, sino equilibrarla con una visión estratégica que valore los avances graduales y refuerce la motivación.
Las metas no deben ser tratados como destinos rígidos, sino como brújulas que ajusten el rumbo según las circunstancias. Este enfoque no solo optimiza recursos, sino que fortalece la confianza en las decisiones y en quienes las lideran. Flexibilidad no es sinónimo de debilidad, sino una señal de liderazgo adaptativo que responde a la realidad con inteligencia y propósito.
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